Editorial 04/2017
GOBIERNO REPRESENTATIVO Y DEMOCRACIA REAL
El llamado gobierno representativo fue inventado en el siglo XVIII, por intelectuales al servicio de una u otra forma de plutocracia. Intelectuales como Locke o James Mill en Inglaterra, Voltaire y Diderot en Francia o Madison y Hamilton en EUA… Plutocracia, ya sabéis, el régimen social que se organiza en torno al poder del dinero. La perspectiva era declaradamente, y descaradamente, asegurar que el pueblo jamás pudiera usar el peso del número en su propio beneficio. El pueblo, las “clases subalternas” o de “servicio”, o, en términos menos caritativos, la plebe, el populacho, la chusma, la gentuza… Los plutócratas tuvieron éxito, en Inglaterra desde el siglo XVII, en EEUU desde el XVIII y desde el XIX en Europa continental.
El gobierno representativo, y su extensión, los partidos políticos, constituyen un mecanismo de una perversa sutileza. Los pueblos (que no son parte de la élite de poder) esperan que sus representantes arreglen los problemas, sin la molestia de pensar por sí mismos y movilizarse. En este régimen siempre hay estímulos para que el pueblo no piense por sí mismo. Los representantes, por su parte, esperan no ser presionados y no rendir cuentas, una vez ocupen sus cargos. No obstante, los ricos e influyentes, siempre presionan, pues lo son en tanto controlan las reglas del juego. Y disponen de los recursos que los partidos necesitan para ganar elecciones. Y, amén de intereses concretos de sectores específicos, financian a los que elaboran y defienden las ideas que les interesan, las difunden y cabildean para aplicarlas.
El poder de los representantes públicos es temporal, si no forman parte de las élites de poder, desconocen cómo funcionan los circuitos de toma de las decisiones efectivas, y, en todo caso, en un régimen de plutocracia, la “huelga de las inversiones” de los plutócratas, pueden paralizar la actividad económica. Por consiguiente, salvo conciencia popular profunda y movilización intensa, el gobierno representativo, incluso con sufragio universal, permite cambiar unos políticos o unos partidos por otros, pero siempre con las mismas o parecidas políticas. Las que interesan a las élites, en último extremo, a su núcleo de ricos o plutócratas.
Desde ese punto de vista, el sindicato es la auténtica forma de organización política popular de la clase trabajadora y de la mayoría social. La encarnación de su proyecto social. Lo que implica tomar en consideración las perspectivas a corto plazo, empezando por las necesidades inmediatas, incluso de cada persona, afiliada o no, pero, sobre todo, a largo plazo.
Para ambas perspectivas, es imprescindible capacitar a nuestra clase para hacerse cargo de los problemas y de su solución. En la organización social hay que partir del principio de libre experimentación. Estudiar las opciones y micro experimentar con ellas.
De modo que, partiendo de estas ideas y experimentos, es preciso establecer canales de difusión que lleguen a toda la ciudadanía. Naturalmente para influir, sobre la clase trabajadora y las clases medias, creando la conciencia social que garantice el cambio institucional. Una perspectiva revolucionaria a la altura del siglo XXI.
El sindicalismo es la clave, pero, obviamente, un sindicalismo integral. No limitado al minuto de menos y el euro de más. Capaz de desarrollar el proyecto que la clase trabajadora decida por sí misma.